Grunge III: "With the lights out..."
Recién venía caminando, escuchando música y empezaron esas hermosas guitarras que preludian "Smells like teen spirit". No pude evitar recordar la primera vez que la escuché. Es, indudablemente, una canción definitiva, de esas que te cambian la vida. Y así fue, por eso me quedó perfectamente grabada esa primera vez.
Es extraño, porque la recomendación de "tenés que escuchar esto", acompañando uno de esos viejos cassettes TDK's que nos salvaban la vida a los jovenes ochentosos, vino de la persona menos pensada. Fede -y no Poore, aunque el apellido de este Fede también empieza con P- es uno de mis tres o cuatro mejores amigos, nos conocemos desde los 6 años (tenemos 35, hagan números) y compartimos 300 millones de experiencias y de gustos. El musical no se cuenta entre ellos. Es que, pulidos por el tiempo y la apertura de cabeza, ahora flasheamos ambos con el tango y con el jazz, pero en aquel entonces, lo suyo era el rock sinfónico y Charly García, el piano y la voz entonada como instrumentos; mientras lo mío era el hard rock, el metal y el punk, y la guitarra distorsionada y la voz desgarrada como instrumentos. Sin embargo, fue Fede el que me pasó el cassette. Un misterio.
Ese era mi contexto musical. El vital era otra cosa, por cierto. Había egresado del colegio casi tres años antes, barajando estudiar música, letras, psicología o periodismo. Terminé estudiando Derecho. Pongámoslo así: generalmente es muy difícil saber lo que realmente se quiere hacer cuando uno sale del colegio. Se está -o al menos se estaba a fines de los '80- considerablemente en pelotas de todo. No hablo de estar en pelotas sobre cómo es realmente ejercer la carrera elegida. Ojalá. Se está en pelotas respecto a lo que es ir a una Universidad, estudiar, dar finales... Y encima después viene lo otro: vivir de eso. Y ahí es cuando te incineran la cabeza. A uno, pobre idiota de clase media alta relativamente acomodada, le atornillaban el cerebro con la frase aterradora: "te vas a morir de hambre". La sentencia quedaba rebotando en la cabeza con más delays que la presentación de Johnny Allon -chiste para ochentosos- o que la guitarra de The Edge (ese chiste es un poco más actual). Entonces, uno tiene un viejo abogado que tiene un estudio, a uno le gusta la Historia -y otro cliché clásico era "si te gusta la Historia, tenés que estudiar Derecho"-, uno no tiene personalidad, o más bien la tiene pero más mareada que marcador de Agüero, y todas las carreras que a uno le interesan suscriben a la noción "muerte por hambre". Entonces uno va y estudia Derecho.
Por dos años nomás. Fueron dos años de vivir de acuerdo a lo que se esperaba que fuera. Dos años de despersonalización absoluta. Hasta que un día, sentado en el estudio de mi viejo, estudiando Derecho Constitucional, dije "que mierda estoy haciendo". Ese día se terminó la aventura por el mundo "normal". Empecé a estudiar Comunicación Social, me dejé las chapas, y comenzé a exhibir todos los signos de lo que se empeñaban en calificar como "adolescencia tardía". Yo lo llamaba ser yo. Encima conocí a Astrid, mi primera novia posta. Una mina con 30 conflictos por segundo, pero de corazón de oro y lista para apoyarme en mi transformación. Transformación a la que solo le faltaba una cosa: una referencia lo suficientemente poderosa per se como para adueñarse de ese momento y volverse icónica.
Bien, ese era el contexto en el que el cassette llegó a mi vida. Habíamos estado en casa, era un sábado a la noche. Mis viejos no estaban, mis hermanos tampoco. Mi novia se había ido a la quinta de los primos. Era una noche de verano, de esas que te juntás con tus amigos, en la cocina de tu casa y, una cerveza detrás de otra, filosofás sobre todo lo que podés filosofar cuando tenés 20 años. Que es mucho, por eso los chicos se fueron tarde. Cuestión que me voy a mi cuarto y me acuerdo: "¡Ah! El cassette de Fede...". Vuelvo a la cocina y lo veo, una mancha negra y rectangular sobre la mesa blanca y redonda. Me lo llevo al cuarto, lo meto en una cassetera Phillips amarilla y negra, subo el volumen, apago la luz -me encanta escuchar música en la oscuridad- y aprieto play. Entonces empiezan esos primeros acordes, la guitarra ligeramente sucia, el sonido que me da la sensación de alguien tocando solo dentro de un galpón o de un garage. Y de pronto arremete la bata, con la furia de un John Bonham resucitado, la guitarra, ahora distorsionada, repite los acordes junto al bajo, en un borbotón de potencia que se ahoga bruscamente. Es que ahora la bata se calmó tan súbitamente como se había enfurecido, y solo marca a una línea de bajo solitaria, mientras los arpegios de guitarra sugieren que no todo va a seguir así, y aparece la voz. Sí, qué voz, la puta madre. Una melodía beatlesca, es cierto, pero cantada con la voz desgarrada que uno siempre soñó tener, una voz que parecía tratar de contener la angustia y la rabia que de todas maneras se va filtrando de a poco. "Hello, hello, hello, I don't know" empieza a repetir la voz, casi robóticamente, como lo haría un maniático atado por su camisa de fuerza, moviéndose hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás. Pero la guitarra no tiene nada de robótico, junto al bajo y a la bata empiezan a aumentar la intensidad. Como una amenaza que es promesa al mismo tiempo. Y de pronto todo estalla en un coro que es aullido, rabia, catársis, liberación, éxtasis. Solo pasó un minuto de la canción y ya pasó todo eso. Y yo, que me había acostado en la cama, estoy sentado en la oscuridad, los ojos fijos en el grabador, no pudiendo creer lo que estoy escuchando, sintiendo la necesidad de saltar por todos lados, de romper todo, de... Es una noche de fines de 1991 y, en la oscuridad de mi cuarto, en apenas un minuto, mi vida acaba de cambiar para siempre.