Grunge XI: "Name your god and bleed the freak"
Con todos de vuelta en Buenos Aires, ensayábamos denodadamente en busca del repertorio que nos hiciera sentir lo suficientemente seguros como para salir a tocar. En realidad, a los chicos. Yo no me sentía seguro, yo era un creyente... más que creyente: un devoto de la causa. Para mí ya estábamos con lo que teníamos, lo importante era tomar por asalto los escenarios de la ciudad. Cuanto antes, mejor. Pero mis compañeros de banda eran gente prudente y, por el momento, había que seguir ensayando. Y buscar un nombre, por supuesto. A esa altura, después de 8 meses de ensayar juntos, era más que hora de tener un nombre. Claro, cualquiera que haya alguna vez tratado de bautizar, no les digo una banda, apenas un equipo de fútbol, sabe que la tarea es ardua. Cada uno tiene su concepto de lo que quiere decir con ese nombre, su idea de lo que es cool o artístico o whatever, el intento de sintetizar toda una visión estética o ideológica o lo que fuere, en una sola palabra. Una puta palabra. Entonces empiezan a aparecer las sugerencias, algunas de las cuales erizan la piel. Bien, en nuestro caso tienen que haber sido o demasiado terribles o demasiado buenas, porque no puedo recordar ninguna de ellas. O mi mente prefirió borrarlas, o bien eran tan decentes que ya no puedo recordarlas. Una pena. De todas maneras, no nos convencía ninguna. Le dábamos vueltas al tema ininterumpidamente. No queríamos que fuera en inglés, ni tampoco que fuera el nombre de una canción de ninguna de nuestras bandas favoritas. Pero apareció solito... y no se nos ocurrió a nosotros.
Una noche, nos dirigíamos al cumpleaños de una amiga en Castelar. Ibamos todos amuchados en el Fiat 147 que compartían el Negro y Luanda. Los susodichos, más Ale, Nacho y yo. El debate continuaba dentro del auto. Queríamos que fuera un nombre compuesto, como eran los de todas las bandas de Seattle, a excepción de Nirvana. Alice In Chains, Temple of the Dog, Mother Love Bone... me encantaba ese cantito, casi rítmico que tenían al pronunciarlos. Incluso, Pearl Jam, Screaming Trees o los mismos Soundgarden y Mudhoney -dos palabras unidas- eran nombres compuestos, largos. La idea se veía reforzada por los gustos de mis compañeros de banda quienes, al provenir del metal, preferían a las otras bandas sobre Nirvana. En fin, estábamos en eso, tirando nombres en medio de la, en aquel entonces, oscura General Paz, cuando Luanda, que no había abierto la boca hasta ese momento, dijo cuatro palabras mágicas: Lord of the Flies. Nos callamos al instante. "¿El libro de Golding?". "Claro", dijo Luanda, "Es un muy buen libro, y le da al nombre un peso intelectual". "Señor de las Moscas", castellanizamos casi a coro. No estaba mal. Compuesto, con cantito, amenzante e intelectual al mismo tiempo, sugería muchos temas, y todos ellos tenían rock. Empezamos a imaginar cómo quedaría en las tapas de los discos, en los afiches de las calles, en los posters. En nuestras mentes diseñamos tipografías, entonamos los cantitos de la gente cuando tocáramos en Obras (nótese que escribo "tocáramos en" y no "llegáramos a". Para nosotros, o para mí al menos, la serie de recitales en Obras era un hecho consumado) e imaginamos las respuestas durante las entrevistas radiales, en las que nos explayaríamos sobre los distintos niveles de significación del nombre dentro de nuestra visión artística. Todo cerraba, Señor de las Moscas era una realidad, una fuerza devastadora que, ahora que podía reconocerse a sí misma y por los demás, estaba lista para conquistar la Argentina y, por qué no, el mundo.
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